miércoles, 3 de julio de 2013

Juego de niños (Capitulo 2)




Pablo despertó de su letargo mental al oír que su compañero de la mesa de atrás empezó a recoger, síntoma de que la hora del recreo estaba próxima.

Se vivía un aroma distinto en el instituto los minutos previos a la hora del recreo, se escuchaban ruidos compenetrados en todas las clases de su instituto. Sillas y mesas arrastrándose, voces cada vez más altas y de pronto, el sonido de la libertad, el timbre. Una estampida de niños salía de las clases y bajaban las escaleras como agua que se desborda del rio y busca un nuevo cauce. Todos corriendo escaleras abajo. Cualquier día morirían algunos niños pisados por el bullicio que se formaba siempre.

Pablo prefería esperar a que las escaleras estuvieran más despejadas. Si alguien debía de morir algún día, prefería no ser él.

Ya en el recreo, sus amigos y él quitaban el papel de plata a los bocadillos con unas ansías increíbles. Parecía que llevaran días hambrientos.

Pablo seguía de mal humor y les contó la “hazaña” de su madre esa mañana a sus compañeros. Sus amigos se reían a carcajadas. Cada carcajada de sus amigos aumentaba un poco su enfado. Antes de que el timbre acabara con su tiempo libre, fue al baño a orinar. Sus profesores en escasas ocasiones permitían a los alumnos salir de clase para ir al baño. Esto era otra tortura de aquel infierno.

Sonó el timbre. Cabría esperar la misma reacción de la gente en el sentido contrario. Carreras hacia las escaleras y empujones varios. Para nada, los mismos que pegaban empujones por llegar al patio los primeros eran los mismos que llegaban a clase cuando el profesor estaba ya dentro.

De vuelta en su pupitre, miró por la ventana y se fijó en un pajarillo que había posado en una rama del árbol del parque que había frente al instituto. No dejaba de pegar graciosos saltitos a lo largo de la rama, algo que le provocó una risa tonta de esas que salen por las cosas más absurdas, cotidianas que podamos imaginar.

El profesor lo oyó y lo expulsó de la clase. Ese profesor tenía la mala fama ganada. Rara era la clase en la que no expulsaba a un par de alumnos. Después se quejaba de que cuando los niños lo veían por la calle le tiraran naranjas y le insultaran. Si siembras, recoges. Eso solía decir su abuelo

Pablo salió de la clase obediente, total, para aguantar a ese palurdo prefería oír el sermón del director.

Estando sentado en un banco de madera junto a la sala de profesores, llegó una madre con una niña.

Algo tenía esa niña que no podía dejar de mirarla, le parecía tan guapa que sus ojos eran un imán de los de Pablo. Entraron al despacho de la Directora, pero dejaron la puerta abierta, por lo que estuvo al tanto de toda la conversación. Era una chica nueva y se llamaba Elena. Acababa de llegar a la ciudad y…

-Pablo, ¿Qué haces aquí? Dijo una voz amable por detrás. Era Maite.

-Ah, hola. Estoy aquí porque el profesor de Física me ha expulsado…

Ella respondió con un simple “ajam” y entró en la sala de profesores.

Algo le decía que nadie aguantaba al profesor Castellanos, ni tan siquiera sus compañeros de trabajo.

Entre unas cosas y otras, sonó el timbre que daba por terminada la jornada de hoy. Había pasado días mejores en la cárcel, pero siempre que salía por la puerta pensaba para sí mismo “Ya queda un día menos de condena”.

Se fue corriendo a casa, tenía un hambre voraz. Al llegar no había nadie.

Dejó la mochila en su dormitorio y fue hacia la cocina. Un papelito  pegado en la nevera llamó su atención: “Tienes macarrones en el frigorífico, caliéntatelos en el microondas. Un beso, mamá”.

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