Pablo
despertó de su letargo mental al oír que su compañero de la mesa de atrás
empezó a recoger, síntoma de que la hora del recreo estaba próxima.
Se
vivía un aroma distinto en el instituto los minutos previos a la hora del
recreo, se escuchaban ruidos compenetrados en todas las clases de su instituto.
Sillas y mesas arrastrándose, voces cada vez más altas y de pronto, el sonido
de la libertad, el timbre. Una estampida de niños salía de las clases y bajaban
las escaleras como agua que se desborda del rio y busca un nuevo cauce. Todos
corriendo escaleras abajo. Cualquier día morirían algunos niños pisados por el
bullicio que se formaba siempre.
Pablo
prefería esperar a que las escaleras estuvieran más despejadas. Si alguien
debía de morir algún día, prefería no ser él.
Ya
en el recreo, sus amigos y él quitaban el papel de plata a los bocadillos con
unas ansías increíbles. Parecía que llevaran días hambrientos.
Pablo
seguía de mal humor y les contó la “hazaña” de su madre esa mañana a sus
compañeros. Sus amigos se reían a carcajadas. Cada carcajada de sus amigos
aumentaba un poco su enfado. Antes de que el timbre acabara con su tiempo
libre, fue al baño a orinar. Sus profesores en escasas ocasiones permitían a
los alumnos salir de clase para ir al baño. Esto era otra tortura de aquel
infierno.
Sonó
el timbre. Cabría esperar la misma reacción de la gente en el sentido
contrario. Carreras hacia las escaleras y empujones varios. Para nada, los
mismos que pegaban empujones por llegar al patio los primeros eran los mismos
que llegaban a clase cuando el profesor estaba ya dentro.
De
vuelta en su pupitre, miró por la ventana y se fijó en un pajarillo que había
posado en una rama del árbol del parque que había frente al instituto. No
dejaba de pegar graciosos saltitos a lo largo de la rama, algo que le provocó
una risa tonta de esas que salen por las cosas más absurdas, cotidianas que
podamos imaginar.
El
profesor lo oyó y lo expulsó de la clase. Ese profesor tenía la mala fama
ganada. Rara era la clase en la que no expulsaba a un par de alumnos. Después
se quejaba de que cuando los niños lo veían por la calle le tiraran naranjas y
le insultaran. Si siembras, recoges. Eso solía decir su abuelo
Pablo
salió de la clase obediente, total, para aguantar a ese palurdo prefería oír el
sermón del director.
Estando
sentado en un banco de madera junto a la sala de profesores, llegó una madre
con una niña.
Algo
tenía esa niña que no podía dejar de mirarla, le parecía tan guapa que sus ojos
eran un imán de los de Pablo. Entraron al despacho de la Directora, pero
dejaron la puerta abierta, por lo que estuvo al tanto de toda la conversación.
Era una chica nueva y se llamaba Elena. Acababa de llegar a la ciudad y…
-Pablo,
¿Qué haces aquí? Dijo una voz amable por detrás. Era Maite.
-Ah,
hola. Estoy aquí porque el profesor de Física me ha expulsado…
Ella
respondió con un simple “ajam” y entró en la sala de profesores.
Algo
le decía que nadie aguantaba al profesor Castellanos, ni tan siquiera sus
compañeros de trabajo.
Entre
unas cosas y otras, sonó el timbre que daba por terminada la jornada de hoy.
Había pasado días mejores en la cárcel, pero siempre que salía por la puerta
pensaba para sí mismo “Ya queda un día menos de condena”.
Se
fue corriendo a casa, tenía un hambre voraz. Al llegar no había nadie.
Dejó
la mochila en su dormitorio y fue hacia la cocina. Un papelito pegado en la nevera llamó su atención: “Tienes
macarrones en el frigorífico, caliéntatelos en el microondas. Un beso, mamá”.
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